sábado, 6 de febrero de 2010

PEQUEÑOS DETALLES SIN IMPORTANCIA
Miguel Guerrero

1
Estoy en el hospital de Waldau, Herisau. En realidad es un manicomio pero este término nunca es utilizado aquí al referirse al centro, incluso el cartel de la puerta de entrada reza como Hospital de Waldau, así de escueto. Todos sabemos de qué se trata y en los alrededores todo el mundo llama maliciosamente a este lugar el manicomio de Waldau. También somos llamados siempre pacientes, pero en cuanto los médicos y el personal dan la espalda todos utilizamos el término loco. Ayer ingresó un nuevo paciente, le dice una enfermera a otra. Ya tenemos aquí a otro loco, le dice un loco a otro.
2
Mis padres han muerto sin saber que yo sé que de pequeño maté a un niño. Todo ocurrió hace más de cuarenta años cuando en la guardería, mientras jugábamos en el recreo, lo empujé y su frente vino a darse un golpe contra un arriate y se le quebró el cráneo sin posible recompostura. Desde el primer momento supe que lo había matado. Se lo llevaron y al día siguiente no volvió a la guardería, me dijeron que no había sido nada, que estaba recuperándose, pero ya nunca más volvimos a verlo. En casa, mis padres me dijeron que el chico ya no volvería porque sus padres lo habían trasladado a otro colegio y no se habló más del asunto, ni mis padres ni mis compañeros, ni nadie dijo nunca nada.
Ocurrió en lo que antes llamábamos la escuela de parvulario.
(Párvulo: Pequeño: se usa frecuentemente como sustantivo por el niño o niña. Inocente, que sabe poco o es fácil de engañar. Humilde, bajo o de poca utilidad).
Según la definición, yo siempre me he sentido amparado bajo esa cláusula que dice inocente, casi la mayor parte del tiempo, incluso el olvido durante largos tramos de mi vida no hace sino resaltar la vindicación para mi conciencia de inocente, porque no puede ser culpable aquel que es tan vulnerable y tan fácil de engañar. Para mí la muerte fortuita está dentro de lo misterioso, esto es, lo que los hombres no pueden gobernar, es un acto gratuito que escapa a lo humano en su afán de edificar. No concierne a la historia y son hechos desamparados que sólo tienen cabida en un alma colectiva o el alma de la vida.
3
Registrar desengaños sin énfasis fue mi tarea durante un breve periodo de tiempo. Mi trabajo consistía en tomar nota de las declaraciones de los afectados. Eran recibidos en el despacho por el abogado y yo entraba tras ellos con mi bloc de notas y me sentaba un poco retirado, como ausente. La exposición de los hechos rara vez no era apasionada y en los casos femeninos el relato de la separación, lo más frecuente, casi siempre terminaba en sollozos y lágrimas. Yo recogía mis notas y las pasaba a limpio y a última hora las entregaba.
Algunos años después acudí a ese gabinete con mi hermana. Un joven nos siguió y se sentó en aquella misma silla, con su bloc de notas. Mi hermana tomó asiento y relató su caso con brevedad y sin énfasis, su fracaso matrimonial, como lo llamaba ella. Quería pasar el trámite apartando cualquier intromisión de lo sentimental: entró a la sala con la cabeza erguida, los músculos del cuello marcados, lo que evidenciaba el control, el estar en guardia. Sin embargo, una emoción de dolor alentaba aquellas palabras revestidas de esforzada frialdad, lo que confería a su figura una ridícula dignidad que la hacía parecer aún más desvalida, dándole a su separación una dimensión más trágica, de esa manera en que los mediocres magnifican cualquier nimiedad para convencerse y convencer a los demás de que su existencia no carece de importancia y que ellos también son tocados por las grandes dificultades de la vida.
Una vez terminada la exposición de los hechos, mi hermana se levantó y arregló su vestuario, esbozó una sonrisa para sí misma que yo interpreté como satisfacción por haberse conducido como había previsto.
El joven se levantó y alisó su traje gris, se dirigió a su despacho y pasó las notas a limpio.
4
El patio central del edificio es panóptico, pero no parece una cárcel. Es un lugar agradable, quizá el adecuado para mi estado psicológico. Me observan constantemente pero no de forma descarada, no como lo hace un guardián armado. Yo, ahora, necesito sentirme vigilado porque esa vigilancia no me daña, al contrario, al caer sobre un hombre desvalido, así es como me siento, me protege contra mí mismo. No me refiero al aspecto violento, soy un loco tranquilo, sino a controlar mis pensamientos. Esa vigilancia ejerce sobre mis pensamientos una influencia benefactora, los acota dentro de un espacio en el que pueden desarrollarse correctamente, como si mi naturaleza precisara de una sujeción para no desbordarse, a la vez que toda la bondad que hay en mí estuviera dispuesta a no defraudar a mis semejantes, es decir, a mis carceleros.
Yo entiendo que la estructura de este edificio tiene un fin. Es un laberinto, no digo un caos. Es un laberinto simple. Una vez en la puerta de entrada tiene sólo dos direcciones, hacia la izquierda y hacia la derecha. Esto ya es un laberinto. Yo me alojo en el ala derecha, destinada a los tranquilos y nos ha sido concedida la gracia de ver la puesta de sol. Aún no he estado en todas sus dependencias pero no tengo ningún interés en conocerlas, son previsibles. La disposición de éstas es simétrica y uno tiende a acomodarse una vez superados los primeros intentos de conocer. El edificio es una cosa inmóvil, dotado de una fuerte identidad, que parece querer distinguirse y ser único, sin embargo creo haber visitado estructuras similares: una vez dentro no puedes dejar de pensar en lugares parecidos. A veces me he preguntado, ante un edificio, qué representa, quién lo colocó allí, cuál es su fin. El edificio impone, alberga un sentido profundo, que me sobrecoge, que no alcanzo a entender. Ejerce un control sobre mí que no puedo desafiar, ni siquiera lo intento. La primera actitud ante un edificio como este es la de sometimiento. Cuando uno entra en un hospital ya está a merced del personal que lo gobierna, ni siquiera la amabilidad de estos anula la sospecha de que en ese edificio serás una ficha para el archivador, que ese edificio es un ojo que te observa.
Yo he prescindido de mí y me he acomodado al hospital. Mi comportamiento aquí ha sido, desde el principio, ejemplar. Con esto quiero decir que, hasta ahora, he acatado todas las normas y reglas que imperan en un recinto de estas características. Al poco tiempo de mi llegada, todos los observadores quisquillosos que seguían mis pasos han visto en mí al paciente ideal, y ellos, me refiero a enfermeras, doctor, algún celador y los propios compañeros, me han dispensado un trato cariñoso al que yo he correspondido con sequedad y distanciamiento pero nunca con brusquedad. Se me ha requerido para tareas colectivas o actividades en grupo pero siempre me he negado. Esto no ha hecho mella en nuestra relación. La tolerancia entre enfermos es mayor que entre sanos, supongo que es debido a que los pacientes que nos encontramos aquí ya no aspiramos a nada.
Este recinto ha sido pensado para contener los excesos, yo he facilitado las cosas.
Yo creo que aquí nos sentimos todos abandonados, estremecidos ante tanto silencio, del que no sabemos nada y sólo nos queda el desamparo de nosotros mismos, y como culpables de haber infringido alguna regla desconocida o no haber sido en el momento necesario eficaz, como decía el profesor.
5
Los domingos por la mañana me dejan salir a dar un paseo hasta el pueblo. Me he acicalado convenientemente: un pequeño corte, minúsculo, en el cuello al afeitarme parecía el principio de la muerte: he puesto el dedo índice en la herida para impedirla y al cabo de unos segundos he detenido toda una eternidad: mi rostro en el espejo se resiste a ser visto, como si no existiera o como si no quisiera existir, como si sólo quisiera existir en el mundo de las ideas, como si no quisiera ser de carne y huesos, como si ser visto traicionara la eternidad en la que cree vivir.
A escasos metros aún del edificio he dejado de andar con los pies: en una pirueta rápida y no premeditada apoyo las manos en el suelo y camino boca abajo. Algunas monedas han caído de mis bolsillos y una nota en un papel doblado. Nadie se ha reído porque mi pirueta ha sido voluntaria, sin ningún atisbo de torpeza. La acción ha requerido de mis músculos un esfuerzo extra y han respondido a la perfección. La gente se ríe de la torpeza y de la falta de agilidad. Es cierto que encuentro alguna dificultad para reconocer mi entorno a la primera. No es menos cierto que mis manos no han sido concebidas para reemplazar a mis pies, es más, pienso que no he tenido la precaución de protegerlas para evitar el encuentro doloroso con piedrecillas que se me clavan en la carne rosada y blanda; más razonable me parece que esas piedrecillas, pacientemente recogidas, pudieran ser contadas hasta la saciedad, pasadas de un bolsillo a otro o herir a un semejante. Supongamos que me siento en el borde de la acera y me entretengo en recoger las piedrecillas que se encuentran en un radio aproximado de la longitud de mi brazo derecho. Hago un montoncito con ellas y espero a que pase o bien un coche o una persona andando y que le tiro una de las piedrecillas con la intención de molestar. Digamos que no es una agresión y que mi gesto podría ser tomado incluso con condescendencia, como la travesura del niño que todos llevamos dentro, debería pensar el agredido. Y siendo esta actitud del tipo de esas que todos tenemos encerradas en los arcanos de los deseos reprimidos nos sería perdonada por la víctima porque este gesto debería parecerle que lo que otros pueden liberar está también a su alcance y así sentirse aliviado con sólo vislumbrar la posibilidad para él que en otro ya ha sido realizada. Esto parece una pequeña propuesta para mejorar el mundo, que se basa en la comprensión de los demás hacia nuestros gestos, pero en realidad sólo ha sido un pensamiento, una ocurrencia mientras camino boca abajo, ya lejos del edificio.
6
En el trayecto hacia el trabajo, durante algunos años, cada mañana pasaba junto a un coche abandonado por su dueño. Tenía el cristal de la ventanilla del conductor bajado, las cuatro ruedas pinchadas. Una gata, romana, hacía sus camadas en el hueco del asiento del copiloto. Un día, el propietario recibe una carta del Departamento de Tráfico: debe una cantidad elevada de dinero por acumulación de tasas municipales de circulación impagadas. Al día siguiente se levantará temprano, buscará la oficina correspondiente y tratará de convencer al funcionario que le atiende de su desconocimiento de la ley: le dirá que casi es indigente, que a duras penas puede llegar a fin de mes. Se sentirá perseguido y desolado cuando el funcionario le explique que si no paga le serán embargados sus bienes por el valor de la deuda y de regreso a casa sentirá miedo a la vida: Aplastado por la vergüenza de sentir todo su ser podrido por una incurable cobardía.
7
Ahora me encuentro bien, quiero decir cuerdo, estoy atravesando un periodo de cordura pero volveré a recaer; así me lo hace saber el doctor que me atiende. Mientras me encuentro cuerdo no tengo la sensación de que volveré a estar loco, me parece que este será ya para siempre mi estado definitivo, pero el doctor se afana en advertirme de la fragilidad de mi ser. Si yo le hago saber mi impresión de que me encuentro bien, estado de cordura, él me recuerda lo delicado de mi situación. Si por el contrario, me muestro, digamos, atormentado me invita a pasear, a salir del manicomio. Mi pasado está lleno de recaídas y esperanzas, así llamo yo a estos periodos de cordura: periodos de esperanza. Todo mi interés se centra en relatar lo que me ha ocurrido en estos dos años en el manicomio de Waldau, sé que si vuelvo a casa no lo podré hacer, no tendré la tranquilidad necesaria y quizá no me parezca interesante lo acontecido una vez fuera de aquí. El doctor se opone, quiere que salga y pasee por la ciudad, que me mezcle con la gente, pero al final ha cedido, a regañadientes.
Llegué un quince de febrero. Aquel día nevaba, nada de particular: mi infancia, mi adolescencia y ahora mi prematura vejez han estado llenas de días como este, pero nunca, hasta aquella mañana, había reparado que también mi hermana dejaba huellas en la nieve al alejarse: siempre habíamos caminado juntos, en la misma dirección y no había tomado en consideración ese efecto tan natural. Ella se dirigió al coche y entró en él, bajó la ventanilla para decirme adiós, con la mano. Yo la seguí con la mirada hasta que el automóvil desapareció envuelto en una nubecilla blanquecina. Mientras tanto, un médico y una enfermera me habían tenido cogido cada uno por un brazo, a la altura del codo, como un ritual que precede a una actitud de dominio una vez dentro. No ha sido así, sin embargo, en mi caso. El personal me ha tratado siempre respetuosamente y he tenido plena libertad para andar por todas las dependencias a mi antojo, aunque raramente he aprovechado este privilegio porque casi todo el tiempo he estado encerrado en mi habitación. Me he pasado casi toda mi vida encerrado en habitaciones: siempre he visto el mundo como si fuera un gran salón que sólo me era permitido visitar los domingos.
A la mañana siguiente del primer día, después de que me hubieran dispensado un medicamento, me pidió una enfermera que la acompañara a un despacho, en el que estaba en director del centro. Me pusieron un papel por delante para que lo firmara. Yo pensé: pero si estoy loco, puedo hacer lo que quiera, no estoy obligado a reconocer reglas y por lo tanto a seguirlas, puedo hacer lo que quiera, y pinté una G gigante y grosera que ocupaba toda la superficie del impreso, remarcándolas bien para que adquiriera grosor la letra, hasta casi romper el papel.
8
Yo creo que mi padre me pegaba para que nunca fuera como él, para domar mi genio que era el suyo, para convertirme en un hombre dócil y no en un perdedor. Su oficio de representante de licores lo mantenía mucho tiempo fuera de casa, lo habitual era gozar de su presencia los fines de semana. Antes de irse a la cama pasaba a mi habitación y me arropaba, me daba un beso y me alisaba el cabello. Él creía que yo dormía pero los días que pasaba en casa atrasaba mi sueño hasta bien entrada la madrugada, lo que no siempre conseguía, para despedirme de él calladamente, ante la incertidumbre de que no pudiera verlo al día siguiente.
9
Nota del cuaderno del científico:
Una nueva forma de medida es el pixel (descripción del pixel).
Si la realidad estuviera formada por pixeles, una ampliación de la realidad nos mostraría un inmenso mosaico.
El carbonato de cobre se compone de cinco unidades de cobre por cuatro de oxígeno por una de carbono. Esta proporción es inmutable. Una vez que la realidad pudiera ser pixelada tendríamos ante nuestras manos la posibilidad de calibrar sus componentes y crear así una ley de proporciones fijas.
¿Se imaginan el aire pixelado, las ideas y los sentimientos; poder estudiar todos sus componentes separados, en la última tarea titánica del hombre por conocer? ¿Se imaginan poder clasificar el caos? ¿Se imaginan las almas pixeladas? ¿Contendrá cada pixel toda la información sobre su pasado? ¡Qué maravilloso es el milagro de la vida y qué asombrosas son las cosas vivientes!
10
Mi hermana tiene un viejo Cougar rojo que le dejó como herencia su marido americano. Es a todas luces un coche inapropiado para ella, como también lo fue su matrimonio con el famoso psiquiatra que trató a la poeta Anne Sexton, que acabó suicidándose. Un buen día aparecieron juntos por casa y se quedaron a vivir allí. Mis padres no comprendieron nada y pusieron poca resistencia. Él instaló su gabinete en la parte baja de la casa que no utilizábamos, cambió los muebles apolillados y fúnebres por otros apropiados para su trabajo, quitó la alfombra desgastada y pulimentó el suelo de mármol de tercera clase. Aquello nos resultó extraño, cuando todos pensábamos que pasaría una temporada entre nosotros y volvería a su país con su reciente esposa. Rápidamente se hizo con una clientela, aspirantes a loco y señoras acomodadas que no sabían en que invertir su tiempo libre, y quizás esto disminuyó sus ganas, si es que las tenía, de marcharse. Mi hermana se apropió enseguida del papel de ayudante y era la que atendía el teléfono, daba citas y hacía pasar a los desdichados a la consulta. Del carácter sombrío y apático, monocorde, mi hermana pasó a ser diligente y desordenadamente extrovertida, no podíamos creerlo, y poco a poco y sin darse cuenta los nervios le comían el cuerpo y pasó al histerismo. El psiquiatra tenía trabajo extra y a la mala cara que había traído del otro lado del océano ahora se le sumaba el arrepentimiento. Se marchó a dar unas conferencias y no volvió. Mi hermana, con el tiempo, se deshizo de sus nervios y recobró su estado sombrío y apático que con el tiempo se ha ido agriando. Subida en su Cougar rojo, la espalda encorvada y asida fuertemente al volante, recobra su antiguo y transitorio carácter de mujer decidida que le abandona nada más salir de él, como si el mundo, fuera de su automóvil, la intimidara.
11
Recogí el abrigo de loden, que minutos antes había dejado preparado en el respaldo de una silla, y la pequeña bolsa que contenía algunos utensilios para el aseo y un par de libros. Acudí enseguida a la llamada de mi hermana que esperé largo rato junto a la puerta de mi habitación. Me asomé a la barandilla de la escalera para hacerle ver que ya bajaba. Era una mañana muy fría. Junto a la puerta, mi hermana me ayudó a ponerme el abrigo, subió el cuello y abotonó hasta el último botón, o el primero, la seguí a unos pasos de distancia hasta entrar en el coche que ya tenía el motor en marcha y la calefacción encendida. El viaje me pareció largo, quizá porque durante el trayecto no hablamos nada, ni siquiera cuando empezó a nevar hicimos algún comentario. Cuando llegamos ya nos esperaban en la escalinata del hospital: quizás habían salido al oír el sonido del motor que parecía exagerado en aquel lugar tan apartado y silencioso. Mi hermana salió y me abrió la puerta, me miró y no supo decirme nada, había cogido con sus dos manos mi mano y yo le pregunté: ¿estamos haciendo lo correcto? Volvió a subirme el cuello del abrigo y me acompañó hasta el pie de la escalinata en la que me esperaban el médico y la enfermera.
12
Este hospital me da pánico, pero ahora no puedo vivir fuera de él. Me ha visitado mi hermana y tengo que explicarle lo que ya expliqué al doctor: que quiero quedarme un tiempo más. Sin duda ha sido él quien la ha llamado como último recurso para sacarme de aquí. Que cuánto es un tiempo más, me pregunta y no contesto. Tenemos una conversación a la que yo aporto los monosílabos, convenientemente introducidos en los escasos espacios de silencio que ella me deja, más para darse un respiro que para modificar su discurso con relación al significado de mis palabras. Como siempre, me tiene que dejar por imposible, es lo último que dice y yo le demuestro mi gratitud con una sonrisa, mientras en mi interior lo celebro como una victoria. Mi hermana siempre ha sido una mujer miedosa y el miedo hace que la gente hable por los codos. Los precavidos hablan menos, aunque su precaución es otra forma de miedo. Pero los miedosos a veces dan pasos arriesgados, insólitos, que siempre nos cogen por sorpresa, uno nunca sabe a qué atenerse con los miedosos, están a un paso de la traición en cuanto la vida los fuerza un poco, siempre insisten hasta salirse con la suya porque no soportan el inmenso vacío del fracaso, ni de los pequeños fracasos. Sin embargo, mi hermana, aún perteneciendo a este tipo de personas, desde que me cuida ha dado muchas veces su brazo a torcer.
13
Vivíamos en una casa grande, pero era como el esqueleto de un cuerpo que fue robusto, que aún se mantenía en pie y que su caída estaba en manos del tiempo. Mientras mi madre se encontró con fuerzas hizo que nuestra decadencia fuera decente. Su mayor preocupación fue siempre el cuidado de las flores. Teníamos un pequeño jardín que ella mimaba y al que dedicaba lo mejor de su existencia. Mi habitación, en el primer piso, daba al jardín y yo al despertar me asomaba a la ventana y veía a mi madre, con sus guantes, su delantal, unas tijeras con el mango naranja, atareada en un sereno afán de protegernos contra una erosión que iba ganando terreno día a día. Las plantas tenían para mi madre la función vital de preservar a su familia o de hacer más llevadera nuestra pobreza. En los últimos años de su vida, recluida en su habitación, su cabeza, cansada de hacer dolorosas permutaciones, se instaló en los dominios de la demencia y su vida, hasta su muerte, se convirtió en un jardín abandonado.
14
El frío al ser recordado es poco consistente. No creo que de pequeño pasara tanto frío como ahora, sin embargo, en mis primeros años iba muy abrigado, así lo demuestran algunas fotos. A medida que crecía fui utilizando cada vez menos ropa y ahora mismo sólo necesito un abrigo y no demasiada ropa interior, puedo prescindir de guantes y bufanda. Los inviernos, supongo, son ahora tan fríos como antes y quizá de pequeño no pasara tanto frío por ir tan abrigado, o porque me movía más, ahora también me muevo pero lentamente; mis paseos son lentos y el cuerpo no entra en calor. Mi hermana se pasaba los inviernos metida en casa y siempre junto a la calefacción, así que sus piernas acababan llenas de cabrillas y su cara flaca a punto de sonrosarse sin conseguirlo nunca, sólo la frente arrugada adquiría un color anaranjado que desaparecía en cuanto daba la espalda a la lumbre de la chimenea.
Mi madre cuidaba su jardín en pleno invierno en mangas de camisa pero se movía y entraba en calor rápidamente. Eso hasta que su enfermedad mental la recluyó en su habitación y tuvimos que habilitar la chimenea que hasta entonces nunca había sido utilizada. Yo me encargaba de llevar la leña y encenderla, cada mañana. Mientras lo hacía, ella se sentaba en el sillón dispuesta a permanecer junto al calor todo el día, ya sin poder responder a nada que se le preguntara y la mirada hacia adentro como si sólo pudiera relacionarse con sus recuerdos, como si se hubiera quedado encerrada dentro de sí misma en un descuido y sólo pudiera responder a sus propias preguntas. Se ríe de mí, ella que es yo, decía. Y señalaba al rincón junto a la ventana. Así todo el día, hasta que al anochecer mi hermana la acostaba y removía la lumbre que se extinguía durante la noche.
Una mañana la encontré sentada en el sillón, frente a la chimenea; las cenizas esparcidas por la habitación alcanzando sus pies descalzos, sobre el mármol de tercera clase, y lívidos. La ventana estaba abierta y mi madre muerta.
15
Ayudo al cocinero a pelar patatas. A media mañana me dirijo al almacén de alimentos, lleno la cesta de patatas y entro por la puerta del comedor a la cocina. Aún no ha llegado nadie pero ya está limpia. Huele al vinagre con el que la noche anterior limpiaron las planchas. Cojo un taburete y me pongo a pelar patatas o a sacar guisantes de sus vainas. Vuelvo a mi habitación en cuanto termino mi pequeña tarea y ya la han arreglado: la cama está hecha y han colocado, como cada mañana, un ramo de flores silvestres en el jarrón. La habitación huele siempre a flores silvestres y me siento al borde de la cama para oler esas flores, pero lo que hago no es oler simplemente sino que trato de aprehender ese olor, sin conseguirlo nunca. Sólo consigo inquietarme, porque sólo consigo oler simplemente, sin embargo sé que hay algo más detrás del olor de esas flores, algo que no consigo aprehender. Cierro la ventana para concentrar más el olor y me tumbo en la cama y trato de relajarme: ahora cierro los ojos para ver qué imágenes puede provocar ese olor: buscar es lo que hago. Buscar es siempre viajar al pasado y no de forma lineal, sino dando saltos hacia atrás y hacia delante, aunque uno no sepa siempre qué aconteció primero porque en el pasado no hay espacio, sólo tiempo. Nada de lo que veo tiene relación con el olor este de ahora, sin embargo es un olor tan familiar... Oigo el aviso para comer y me dirijo al comedor. Mientras recorro el pasillo recuerdo lo que una vez me dijo el profesor: Deje de pelar patatas, no colabore con el poder.
16
No me faltan mis cigarrillos Maryland, pero ya no fumo continuamente, a veces, o casi siempre, el pitillo acaba apagándose antes de llegar al final, digamos un tercio de cigarrillo, lo que de jóvenes mis amigos llamaban la pava; la pava queda entre los labios durante largo rato, pegada la boquilla en la comisura izquierda de los labios y un reguero de ceniza en la solapa de mi chaqueta negra. Empecé a fumar muy joven. La primera vez fue en la casa de campo en la que vivían mis abuelos, en la que pasaba algunas semanas en verano. Le quité un cigarrillo Maryland a mi abuelo y corrí hasta la tapia, la bordeé y quedé tras ella, escondido, mirando hacia arriba hasta el borde de la muralla, como si temiera ver aparecer la cabeza de mi abuelo sobre ella. Como esto no ocurría, encendí mi primer cigarrillo y a cada calada y después de la inevitable tos miraba hacia arriba, pero en una de esas, cuando la cabeza volvía a su posición más natural, mi abuelo estaba allí y sin mediar palabra me abofeteó, una sola vez, y se fue sin decir nada. Aun así seguí fumando, a escondidas, cigarrillos Maryland que sustraía de los lugares más recónditos en los que mi abuelo ocultaba su paquete de cigarrillos, seguramente contados y seguramente siguiendo mi juego, avalando de esa forma mi fuerte determinación a seguir fumando y seguramente, pensaría él, debería ser premiada esta actitud que más tarde podría hacerla extensible a otras facetas de la vida en las que fuera necesario tal tesón: estaba fortaleciendo mi tesón.
Ahora, mi hermana me abastece de cigarrillos Maryland cada vez que viene a visitarme, pero ella no sabe que ya no fumo tanto, y se acumulan los paquetes en los cajones de la mesilla de noche y en el ropero, mezclados con los calcetines en el cajón de los calcetines.
17
Estoy en mi habitación, de pie, ante el espejo de cuerpo entero. Mis movimientos hasta acercarme a dos metros del espejo han sido lentos, eso dice el espejo. La imagen que devuelve el espejo de mi rostro no expresa nada, lo que contradice lo que siento, que no sé lo que es, o no sé expresarlo; parece crispado, pero no una crispación actual sino la huella que ésta ha cincelado a lo largo del tiempo. Estoy quieto, los hombros caídos no sé si por loco o por viejo. Intento decir algo pero mis labios se niegan a moverse, hago un esfuerzo y sale un hilo de voz, monocorde: he pronunciado mi nombre, lo sé por mí no por el espejo, en el que los músculos de mi cara apenas si se han movido, habría que haber estado muy atento para captar el movimiento. Me siento fatigado pero el del espejo lo parece aún más, dejo la cabeza vacía y miro, al poco, la imagen que veo aparece cristalizada: tengo los ojos llorosos, lo sé por mí no me lo ha dicho la imagen. Es por la mañana, temprano, acabo de levantarme y me he situado, sin pensar, ante el espejo. Debo tener la tensión baja, noto cómo la sangre circula lentamente por mis arterias y el bombear tranquilo de mi corazón. Debería asearme, le digo al espejo, peinarme, refrescarme la cara, pero sigo quieto, retrasando la agradable sensación del agua fresca en la cara. Empiezo a contar, mentalmente, desde cien hacia atrás, quiero llegar al cero. Cuando llego al setenta continúo con el setenta y nueve y bajo de nuevo hasta el setenta que consigo enlazar con el sesenta y nueve, no sin un esfuerzo extra. El pensamiento, a partir de ahí es fluido, ha pasado lo peor.
18
Mis amigos nunca me perdonaron que no me gustara el jazz. No digo que a ellos les gustara por moda, aunque oír jazz estaba de moda entre los intelectuales de la época y mis amigos, principiantes que se adentraban en la metafísica y los jerseys negros de cuello alto, gustaban de este tipo de música. La cafetería a la que acudíamos cada tarde nos suministraba los éxitos del momento. Era casi obligado conocer los nombres más importantes y los menos, conocer también las tendencias y saber en cual de ellas incluir a tal o cual músico. Yo me quedaba callado y oía nombres pero nunca aprendí nada de jazz porque dejaba que la conversación sobre jazz entrara y saliera por mis oídos sin intentar retener nada porque no me interesaba. Yo siempre he rechazado la música, mi ser siempre la ha esquivado y ha preferido el silencio y por eso me ha molestado siempre la poesía, al menos la poesía de mis amigos que siempre pretendía ser musical y no sé si hay poesía que no intente serlo. No así me ha pasado con lo que llamamos ruido, que siempre me ha interesado. Cuando mis amigos charlaban de música en la cafetería mis oídos estaban atentos a las pisadas, al roce de las tazas, al murmullo de voces, a la puerta que se abría y cerraba constantemente.
Aquí, en el manicomio, existe el silencio, a veces, sin contar el ruido continuo que hay en mi cabeza. Los pasillos suenan cuando todos duermen. Son como tubos por los que pasa el aire. Noto cómo el sonido nace en los pasillos de un extremo del edificio, cómo cambia de dirección y por tanto de tono, hasta pasar delante de mi habitación y seguir su camino. Hasta altas horas de la madrugada oigo los sonidos tubulares y me quedo dormido oyendo esos sonidos.
19
Un día, después de la comida de mediodía, el marido de mi hermana me llevó a su gabinete y me hizo sentar.
Quiero hacerte una prueba, me dijo.
Cogió un libro de la mesa.
Esto es un Stanford-Binet, un método para medir la inteligencia, tu cociente intelectual.
Yo siempre he sido poco hablador y asentía con la cabeza, no hice ninguna pregunta y me entregué al juego, eso creía que era, con docilidad, él conocía este rasgo y me cogió como conejillo de indias.
Se trata de contestar a una serie de preguntas. Empecemos, estás listo.
Dije un sí muy bajito, intimidado.
¿Qué es una bicicleta?, debes contestar rápido.
Me acomodé en el asiento y dije: un vehículo para desplazarse, quise ser amable, dispuesto a ayudarle.
Bien, y lo anotó. También lo es un coche, comentó, pero vale. Un espejo es opaco, una ventana es...
...transparente, contesté, y lo anotó.
Continuó con un razonamiento aritmético, un verdadero galimatías, imposible de recordar. Sí recuerdo la prueba de ingenio.
Si tenemos un recipiente de tres litros y otro de dos, ¿cómo mediríamos un litro?Fue contestada con lógica en ese momento pero ahora no tengo la solución. Así, como pude, fui salvando los obstáculos a que me sometía. Llegamos al de argumentación, ya con claros signos de enfado en el marido de mi hermana, lo que no comprendía porque iba respondiendo a todas sus cuestiones, a mi parecer acertadamente.
Exponga tres razones, leía, por las cuales debemos tener un Gobierno.
Me tomé un poco de tiempo. Pensé en un rey aclamado por el pueblo mientras saludaba con la mano desde su carroza imperial, pero no era el caso; se me vinieron a la mente los cascos de los soldados de la Gran Guerra, pero no pude dar a la imagen categoría de razón y me quedé en blanco, mirando fijamente la luz del escritorio del marido de mi hermana.
Déjalo, no me sirve, dijo, y cerró el libro de un golpe que sonó limpio y claro que significaba que podía irme.
Fue la única vez que estuvimos tanto tiempo a solas y que se dirigió a mí de forma tan directa. Desde el principio me había ignorado, hasta ese momento, y siguió luego hasta que desapareció. Cuando estaba en mi presencia adoptaba una actitud de distanciamiento, como si le fuera urgente la resolución de alguna cuestión profesional que no podía dejar para atenderme, sin que en ningún momento yo solicitara o necesitara su ayuda.
20
Hacía varios meses que había dejado de comer, no totalmente. A mediodía comía algo y aguantaba así hasta el día siguiente. El sueño estaba trastornado y mi físico deteriorándose gravemente. No tenía ganas de morir pero la muerte era irremediable si no ponía remedio, así me lo hacía saber a mí mismo en largos e infructuosos monólogos. Porque pensar sobre mi conducta se había convertido en mi única ocupación, aunque llamarlo pensar quizá sea erróneo. Todo se reducía a la aparición de unas pocas imágenes que se sucedían unas tras otras, hasta llegar a la última que consistía en la imagen de mi cuerpo sobre una cama con los ojos cerrados y a esa imagen le acompañaba la idea de la muerte. Más tarde las imágenes aparecían arbitrariamente, como si ya instaladas cómodamente en mi pensamiento se permitieran colocarse en distintas posiciones y hacer permutaciones a su antojo, y en este sistema de pensar o visualizar imágenes ya había desaparecido el temor a morir porque a la imagen de la muerte y la idea de la muerte bien podía suceder otra anterior en la que me veía también tumbado en la cama con los ojos abiertos mirando hacia la ventana abierta y observando el árbol que quizá mi madre plantó mucho antes de yo nacer y que me sobrevivirá. Pensaba que la locura era eso: imágenes e ideas asaltan, se instalan y se apropian de nuestro cerebro, debido a debilidad o descuido del afectado. Sentía como si mi yo fuera solamente el lugar elegido por las imágenes y las ideas para desarrollar un cansino y mecánico ejercicio de existir eternamente. Ya la imagen y la idea de muerte, en esta permutación de imágenes e ideas, raramente ocupaban el último lugar porque se habían ido incorporando nuevas imágenes con sus correspondientes ideas que hacían más espaciadas las oportunidades para que la muerte apareciera en último lugar y aún para cuando aparecía ya había prescrito la sensación de temor, sólo vuelta a empezar y así la sensación desesperante de nunca acabar. También ocurrió que las imágenes empezaron a presentarse sin su idea correspondiente y aparecían junto a otras ideas que habían ido adelantando posiciones hasta colocarse en el lugar de una idea que había quedado rezagada y seguramente acompañando a la imagen que había quedado sin idea. Ejemplo: la imagen de mi cuerpo tumbado en la cama y con los ojos cerrados y la idea del árbol plantado por mi madre antes de yo nacer y que me sobrevivirá.
Su hermano debe ser hospitalizado inmediatamente, su estado no es de normalidad, de seguir así no sabemos a dónde puede llegar, nuestra misión es prevenir, hoy está tranquilo, mañana puede salir a la calle y matar, dijo el médico a mi hermana en mi presencia cuando vino a reconocerme a casa, necesita un tratamiento por vía inyectable o una cura de electrochoque, necesita asistencia médica permanentemente al menos durante un mes, luego ya veremos.
Mi hermana se resistía a hospitalizarme, preguntaba al médico si no podían atenderme en casa y que ella me cuidaría. Que convertiría nuestra casa en un pequeño hospital y que ella, si era adecuadamente aconsejada, seguiría todos los pasos que fueran necesarios, que ella disponía de bastante tiempo libre como para cumplir a la perfección los cuidados.
En aquellos días previos a mi internamiento había perdido la voz, no totalmente, se volvió apagada y la dificultad en darle sonoridad a aquello que quería decir no estaba tanto, creo, en algún problema fisiológico como en mi extraña forma de pensar: esas imágenes encapsuladas en ideas o esas ideas revestidas de imágenes. Así que aunque hubiera querido responder a lo que decía el médico, la velocidad a que se sucedían imágenes/ideas no dejaban lugar para formular una queja, en caso de que así hubiera sentido o un asentimiento, tan lejos estaba de lo uno como de lo otro.
Mi hermana y el médico bajaron las escaleras y siguieron hablando en la puerta de la calle. Al día siguiente, muy temprano, mi hermana y yo salimos hacia el Hospital de Waldau.
21
La ventana de mi habitación da al bosque. Podría saltar por ella y perderme en él. Como estoy loco saldrían a buscarme y acabarían encontrándome. Me devolverían al hospital pero no a esta habitación. Los pacientes que causan molestias están protegidos contra las tentaciones. Ahora llueve, no sería conveniente salir, mi constitución física es débil, parece que está en constante estado de espera o instalada en la enfermedad, o que el estado enfermizo es mi forma natural de vivir. Abro la ventana y saco la mano, parte de mí ya ha huido. Veo mecerse el árbol, la oscilación de las ramas, no el oscilar de las ramas, zarandeado por el viento pero erguido y firme sobre el cielo gris, gigantesco y recortado contra el cielo gris, con ese deseo de estar vivo, no ese desear estar vivo, bajo un cielo gris. Sin embargo, no sé hasta que punto estoy alterando lo físico, quizá no está lloviendo y mi miedo está creando la lluvia y un cielo gris.
22
A ver, cómo va ese ánimo, me dice el doctor al entrar en mi habitación después de dar dos golpecitos en la puerta, mientras yo sigo tumbado en la cama, sin moverme, mirando al techo. Se acerca a los pies de la cama y cruza los brazos sobre su bata blanca. No entiendo su pregunta, o quizá sólo ha sido una forma de saludar, mi ánimo en los últimos días está siendo excelente a pesar del mal tiempo o quizá por eso. Siempre, le digo, he preferido los días de lluvia por los sonidos o los ruidos, que son más graves y más selectos, están como abandonados, por ejemplo, las pisadas dejan de oírse si no son pisadas de una persona corpulenta y de las voces más cercanas se oye sólo un murmullo. Pero este gusto por lo gris, por lo sórdido, no es más que una falsa superación del cristianismo, doctrina en la que fui educado desde pequeño y que nunca arraigó en mí verdaderamente sino de una forma superficial, por lo que esa falsa superación atañe sólo a lo superficial de esa doctrina que logró adherirse a mis costumbres más banales. El cristianismo siempre ha sido propenso a lo gris y sórdido y su hijo más punzante, su parte administrativa, el catolicismo, que ha llevado a la práctica esa idea de lo gris y lo sórdido de la manera más contundente. Con esa imagen de Cristo crucificado sobre un cielo gris, lleno de nubes de tormenta, a punto de llover, lo que parece que nunca ocurrió o al menos no ha sido recogido por los dibujantes o pintores que pasan inmediatamente a la imagen de Cristo en la puerta de la cueva, en la que fue sepultado, con un halo luminoso, de pie y resucitado. Y quizá mi estado, que ha sido siempre de sufrimiento, encuentre en ese paisaje gris y sórdido, ejemplar, el consuelo y por lo tanto la belleza. Sin embargo no ha podido sembrar en mí la idea de la eternidad, por ejemplo, o el sentido de culpa, lo que quizá me hubiera venido muy bien en estos días en que mi estado de ánimo está siendo excelente.
¿De qué tendría que sentirse culpable?, pregunta el doctor. De muchas cosas. Podría haber sido más amable con los amigos o más atento en los cuidados a mi madre... es un poco doloroso, pero no un dolor que duele sino que lo hace sentir a uno incompleto. Yo temo por mi alma que después de que yo muera sufrirá eternamente. Entonces, pregunta el doctor, se siente culpable de no haber sido mejor en esos casos. Molesto, sí, me siento molesto. Quizá sea lo mismo no, doctor. ¿Es este un sentimiento cristiano? El sentido de culpa no le pertenece sólo a los cristianos, dice. Yo creo doctor que todos los problemas del ser humano radican en la diferencia que existe entre la realidad y la incapacidad que tenemos para entenderla. Nos han propuesto siempre mundos ficticios, una idea, promesas, metáforas grandes y metáforas pequeñas, y esas metáforas eran sólo para hacernos la explicación de las cosas más sencillas, un rodeo, y al final nos hemos olvidado de esas cosas y nos hemos quedado con las metáforas. Pero nos tranquilizan. Ya sabe, las metáforas son las flores del Tiempo. Me estoy quejando, ya ve, mi estado de ánimo no puede ser mejor.
El doctor se acerca a la puerta y se vuelve hacia mí cuando llega a ella. ¿Ha pensado pasar una temporada con su hermana? Sí, lo he pensado, pero quiero quedarme un tiempo más.
23
Yo notaba cómo mis manos empezaban a ponerse un poco sudorosas cuando mi hermana me llamaba desde su habitación. Sonaba una voz aguda pero decidida -no sé por qué siempre he pensado que detrás de una voz aguda no puede haber decisión-, de mando pero algo cómplice y esa pequeña dosis de complicidad me alarmaba: yo acudía con temor y curiosidad. Esta vez había quitado todas las cosas de la mesa y había puesto sobre ella un caramelo, cerca del borde. Me acercó a la mesa y me dijo: tengo que salir un momento, si te apetece el caramelo puedes comértelo pero si no lo haces, cuando vuelva, te daré dos. Y salía y daba un portazo. Yo me quedaba mirando el caramelo desde mis pocos años, sin ninguna intención o deseo por cogerlo, sin pensar en el beneficio que me reportaría dejarlo sobre la mesa. Sólo me quedaba quieto, esperando que llegara mi hermana, por si el juego consistía en otra cosa, creo, o simplemente por docilidad o poca sustancia nerviosa en mi alma. Pasado un tiempo -una eternidad- mi hermana llegaba y observaba el caramelo aún en la mesa y mi posición resignada. ¿Qué haces ahí como un pasmarote? Muy contrariada me daba dos caramelos y hacía que saliera rápidamente de su habitación.
Como se trata de memoria, y por lo tanto de literatura, estos pequeños acontecimientos tan lejanos en el tiempo pero que han ido sobreviviendo en él, están desgastados, como si cada vez que han sido recordados hubieran ido perdiendo algo esencial o superfluo, o algo de carne, y ahora ya son recuerdos que se encuentran en su vejez, un poco callados y secos, de los que sólo queda la anécdota en un escenario difuso.
Mi hermana daba un portazo, es cierto, pero ya no recuerdo el sonido de ese portazo, ni si lo hacía para impresionarme y dejarme en el vacío que sucede al estruendo o por costumbre sin intención; ni de qué sabor era el caramelo, o los caramelos, ni si estaban envueltos en celofán o en papel opaco; no recuerdo si fue una única vez o varias las que mi hermana me sometió a la prueba y yo las recuerdo todas en una sola.
24
Hay que tener mucho cuidado con lo que se dice, si no eres exacto te crucifican. El mundo demanda virtud y eficacia y los indecisos, o desmemoriados, o vagos son humillados, no son apartados porque son presa sabrosa para los virtuosos, o los que no cometen errores, o los que son justos. Los locos también tenemos este código de conducta pero más visceral o radical porque tenemos la mente en carne viva y expresamos nuestra crueldad de forma más directa, sin esa membrana protectora ya perdida que poseen los cuerdos.
Esto decía el profesor, un loco muy comedido y juicioso y tolerante para con las opiniones de sus semejantes. Era un loco que dejaba de serlo una vez dentro del hospital y en cuanto salía desvariaba. A las preguntas de sus compañeros siempre respondía con juicio, sin extrañarse de la desmesura o irracionalidad de la cuestión planteada. No se ofendía con facilidad, nunca llevaba la contraria y cuando su razonamiento era puesto en duda lo consideraba y se quedaba pensativo porque era de los que sabía que dos y dos son cuatro pero y si fueran cinco, se decía, cerraba el tema con un quizá tenga razón. Estos rasgos daban una medida de la fortaleza de su carácter. Escribía una tesis sobre Hegel o Heidegger mientras estaba en el hospital que eran periodos de dos o tres meses. Cuando salía y llegaba a su casa le era imposible escribir porque decía que entraban en su habitación mariposas que se posaban sobre las páginas de sus libros de consulta y que al intentar cogerlas desaparecían. Se levantaba temprano y salía al campo a cazar mariposas. Las metía entre las páginas de sus libros de consulta y de vuelta al hospital me enseñaba esos libros repletos de mariposas aplastadas cuando estábamos sentados en un banco del patio central, los abría y las mariposas se echaban a volar. Miles de mariposas revoloteando sobre las cabezas de los locos que armaban gran alboroto al intentar cogerlas o cuando cazaban alguna y las despachurraban. Los vigilantes, alarmados por tanto escándalo, llamaban a las enfermeras y estas aparecían y abrían las ventanas para que las mariposas salieran. Tardaban un buen rato en conseguirlo porque los locos entorpecían la tarea. La mayoría de las mariposas, en su huida, chocaban con los cristales y caían al suelo y eran pisadas. Estas mariposas son ciegas, decía el profesor, por eso chocan con los cristales, lo que no comprendo es cómo hacen para estar todas a la misma altura, esto es, a un palmo de nuestras cabezas.
Mientras sucede todo esto, un loco no se ha movido de su asiento. No ha dejado de mirar al profesor con una expresión neutra. Yo he imaginado que podría matarlo de una puñalada y que del charco de sangre surgirían miles de mariposas.
25
El psiquiatra me preguntó si alguna vez me había sentido inclinado hacia el suicidio. Le dije sí. Pero no entré en detalles. No le conté que la escalera de mi casa, la que nos permite subir al primer piso o bajar a la planta baja, fue durante un tiempo una invitación a ello. En aquel entonces yo consideraba la planta baja, en la que estaban el salón, la cocina, el comedor y la sala en la que el marido de mi hermana instaló su consulta, como el infierno. El primer piso, en el que estaban los dormitorios y un cuarto llamado de trastos, el cielo. Antes de bajar las escaleras, agarraba el pasamanos y dudaba si iba de cabeza al infierno. Al principio no era una idea suicida la que me hacía pensar en lanzarme al vacío, que no era tal vacío sino superficie bien definida y sólida, era la idea de volar, sin duda influido por un sueño que tuve distribuido en tres noches consecutivas, un sueño por entregas, en el que recorría volando, a un palmo de las cabezas de los viandantes, calles y plazas de mi ciudad. Entonces, los días siguientes a ese sueño, al iniciar el descenso se me venía a la mente la idea de volar, de lanzarme escaleras abajo, remontar el vuelo y salir al exterior, lo que nunca hubiera conseguido porque habría chocado con las ventanas siempre cerradas.
El día que tuve uso de razón percibí que la casa en la que vivía con mis padres y mi hermana era un lugar mágico y terrible. Ese fue mi despertar a la edad adulta. Una mañana, ya vestido, cuando bajaba las escaleras, pasando mi mano derecha por el pasamanos de madera, descubrí que aquel era el lugar en el que había vivido tanto tiempo y así fue que tuve conciencia del tiempo, no conciencia de la esencia del tiempo, sino del tiempo cronológico, (o quizás el tiempo no existe, se lo prestamos, inventado por nosotros, a la vida) y de que tenía un pasado que podía abarcar casi sin esfuerzo aunque desordenado. Un pasado atemporal, como un trastero de cosas que ni siquiera podemos asegurar que fueron. Esa mañana quedé parado en mitad de la escalera observando a mi alrededor, mirando de forma distinta aquellas paredes y todo lo que contenían, más incógnitas que certezas, apabullantes hasta el mareo. Y entonces me lancé y vine a dar con mis huesos en los últimos escalones, o los primeros: una brecha en la cabeza de la que emanaba abundante sangre y una luxación del hombro que en pocas horas quedó hinchado y morado. Después de eso había desaparecido todo lo mágico y sólo quedaba el dolor que ni siquiera era terrible.
La pasión de vivir se me había presentado en aquel momento pero en ella iba implícito la imposibilidad de éxito, así que, como un agente del azar, la pasión se decantó hacia lo terrible que es la muerte.
Nada de esto dije al psiquiatra, que esperó durante unos segundos que yo añadiera algo a mi escueto sí. Como no lo hice y dejé de mirarlo para mirar por la ventana, él volvió la cabeza para ver qué era lo que había despertado tanto mi interés.
26
El profesor ha regresado, con sus libros de consulta bajo el brazo. Ya lo creíamos totalmente recuperado porque su ausencia había sobrepasado los límites a los que nos tenía acostumbrados. Eso decíamos por aquí, ya se ha curado, o habrá muerto, o se habrá perdido en uno de sus momentos de enajenación en los que salía de casa, sin rumbo, y acababa en otra ciudad. Nunca me han molestado las muchedumbres, he tolerado bien la cercanía de cuerpos humanos pero no soporto la confesión sentimental, ni las confidencias, decía el profesor. Nos hemos sentado en el banco del patio central, pero esta vez no ha traído sus libros, así que el espectáculo de las mariposas ha quedado guardado para mejor ocasión en su cuarto, o celda, entre las páginas de sus libros. Todo va mal si no eres eficaz, dice. Tu cuerpo sufre lesiones si no eres ágil y evitas las caídas o los tropiezos y eso puede acabar en enfermedad; si no es eficaz tu espíritu acabarás siendo una persona pobre psicológicamente y esto te puede llevar a la locura; si no eres solvente, ágil, eficaz dentro del tejido social acabarás siendo un inadaptado y a la vuelta de la esquina te espera la miseria. El ser no puede ser rígido, eso es ridículo, son rígidas las máquinas por eso nos hacen gracia, los muñecos articulados nos hacen sonreír, su rigidez tratando de imitar movimientos humanos y la imitación es graciosa. Hay que ser flexible, como la vida, y ahí está la eficacia. Pero esta flexibilidad es peligrosa, no interesa al poder. Algunos locos se acercan al banco, miran al profesor y al no ver sus libros siguen su paseo. La educación es una impostura, el respeto sí lo practico. No me mira cuando habla, lo tengo a mi izquierda y los dos miramos al frente, hacia las ventanas, hacia ellas van dirigidas sus palabras. Lo exterior y superficial es mecánico, dice, y si falla se puede recomponer, pero lo interior y profundo es flexible y fatalista, si se rompe el alma queda herida para siempre.
27
La fascinación que sienten los pacientes por el doctor es sorprendente. Hace una visita diaria a cada uno de nosotros. Llega al pasillo y va entrando a cada una de las habitaciones. Cuando los locos barruntan su llegada sacan la cabeza por la puerta para verlo venir y alguno, impaciente, sale al pasillo y se abalanza sobre él, lo abraza, casi lo derriba. El doctor, para los locos, es como una valkiria que baja del cielo para decidir quién debe quedarse en el hospital y quién debe irse. Los locos quieren quedarse y esperan ese momento para apuntalar sus cuerpos en el hospital.
El doctor aplica su autoridad mediante la razón, o al menos un discurso lógico, y los locos le escuchan atentamente, con cara de bobos, esperando su oportunidad porque se dan cuenta que el doctor se defiende, de que no puede llegar hasta sus fantasías y él, a su vez, se da cuenta de que la mirada de los locos escruta la suya. Es como si el doctor sólo captara de la mente de sus pacientes lo superficial, la sintaxis desordenada que él sabe organizar y dar sentido, algo con lo que no se contenta y sufre al no poder ir más allá, porque sus conclusiones son como motivos secundarios que pone en línea recta sin principio ni fin. Los locos hablan con comillas, sin guiones, en largas parrafadas densas llenas de repeticiones, ni una sola metáfora, invierten el orden de las palabras pero siguen como si nada hasta crear una atmósfera enrarecida y a veces parecen abogados que se han quedado solos en la sala de audiencias y siguen su retahíla.
El doctor, cuando llegué al hospital, quiso saber cuál era la medida de mi desorden psíquico, pero antes de nada se preocupó por mi aspecto físico: un reconocimiento exhaustivo de la orografía de mi cuerpo. Medición de la longitud de mis dedos, ancho pectoral, distancia entre clavículas, reflejos nerviosos, etc. Todo anotado minuciosamente y comparado con un cuadro general del que sospecho que representa el ser perfecto al que el doctor enfrenta a sus pacientes con la idea de detectar no sólo alguna inferioridad orgánica fácilmente reconocible, sino las desviaciones mínimas, tanto externas como internas. Yo me preguntaba si el doctor llegaría a saber que yo tenía conciencia de mi derrota, de que esa derrota había ido registrándose paulatinamente a lo largo de los años y que nunca, en ninguna de sus fases, había rozado siquiera la tragedia. Pero la ocultación de este dato, que yo creía muy importante para el análisis del doctor, podría convertirse en un juego entre nosotros y me pareció, nada más concebida la idea, desleal.
Cuando entra en mi habitación yo estoy de pie, junto a la cama, así que sus ojos y los míos están a la misma altura.
Mi hermana quería las ventanas cerradas y yo abiertas, le digo. Cuando salíamos de casa ella daba un repaso por todas las habitaciones e iba cerrando ventanas. Yo dejaba alguna abierta porque quería que en nuestra ausencia la casa se airease. Nuestra casa siempre ha sido una casa de ventanas cerradas, durante años, ya fuera verano ya fuera invierno. Mi hermana decía que en verano las ventanas debían estar cerradas para que no entrase el calor y en invierno para que no entrase el frío. Cuando ella iba cerrando ventanas yo iba detrás abriendo ventanas. Alguna quedaba abierta después de que ella las volviera a cerrar. Las del piso bajo que daban a la calle no podían quedar abiertas de ninguna manera. Mi hermana argumentaba que algún desaprensivo podría pasar por la calle y lanzar la colilla de su cigarrillo por la ventana y originar un incendio. Yo le decía que eso era bastante improbable y ella decía que estaba dentro de lo posible, que podía pasar. Y yo me quedaba callado. Nunca dejé abierta ninguna de las ventanas de la planta baja que daban a la calle, ante el temor de que esa suposición ocurriera. Yo me imaginaba el recorrido del cigarrillo desde una mano enguantada hasta la alfombra del salón. Ante esa posibilidad de error por mi parte sólo podía pensar en suicidarme, siempre sería menos atormentado que oír a mi hermana. Me colocaba a su lado, cogiéndole el brazo, y echaba un vistazo a la casa para cerciorarme de que estaban cerradas. El temor, no sé de qué, no sé a qué, hacía que las viera todas abiertas vomitando llamaradas de fuego. Un gran acontecimiento.
Es usted muy imaginativo, dice el doctor.
Mi imaginación es mi memoria, o mejor diría que la memoria es una forma de imaginación. El recuerdo depende del poder de evocación y la evocación está impulsada por la imaginación y la imaginación, me pregunto si no será una rama del árbol del miedo.
28
El día que cumplí diez años amaneció con algunas nubes que presagiaban una tormenta de verano. A medida que avanzaba la mañana el tiempo se mantenía estable y yo rezaba para que siguiera así al menos hasta pasadas las cinco de la tarde, hora de la celebración en el jardín. Pero no fue así. Llovió apenas una hora, entre las cuatro y media y las cinco y media. Pero fue suficiente para que nadie acudiera.
Mientras tanto, ese mismo día, en el camino a Terry Peak, en las Colinas Negras de Dakota del Sur, un famoso escritor se disponía a cazar mariposas junto a su mujer en un día espléndido y soleado.
Mi padre me había prometido que estaría ese día con nosotros. Mientras esperábamos su llegada, mi hermana ojeaba una revista sentada en una butaca y con los pies apoyados en una silla: se había pintado las uñas de sus desafortunados pies y había separado los dedos con trozos de algodón. Mi madre y yo mirábamos a través de la ventana. El aguacero caía con fuerza y estaba destrozando algunas plantas delicadas que ella había cuidado durante meses. Vimos aparecer a mi padre a toda prisa, con la chaqueta sobre la cabeza, dirigiéndose a la cancela y luchando con el picaporte que se resistía a ceder, mientras las gotas gruesas y violentas se estrellaban en su enorme chepa hasta que logró abrir.
Un rayo de luz se abrió paso entre la masa de nubes y esto puso fin a la lluvia. El cielo quedó pronto despejado. Mi madre abrió las ventanas y la habitación se inundó del olor a tierra mojada.
Voy a llevarlo a dar un paseo, dijo mi padre. Estaremos de regreso para la hora de cenar.
Sólo unas pocas calles separaba nuestra casa del campo. La venta de los gatos ponía el límite a la ciudad.
Apostados sobre cajas de madera que humeaban la lluvia recibida, los cinco felinos giraron sus cabezas al vernos aparecer, siguieron nuestro recorrido con la mirada hasta que quedaron atrás, ya pasada la venta. Me solté de la mano de mi padre y cogí una botella vacía, la estrellé contra un árbol y los gatos salieron de su sopor indiscreto sobresaltados y huyeron en distintas direcciones, tropezando unos con otros y rectificando sus trayectorias, hasta desaparecer.
Salimos a campo abierto y me entretuve en saltar pequeños charcos, a modo de una rayuela sin reglas. Mi padre me seguía a poca distancia. Corrí hasta el árbol más próximo y oí a mi espalda una frase preventiva pero no una prohibición. Empecé a escalar el tronco pero no conseguía alcanzar la primera rama, o la última. Mi padre me aupó y me agarré a ella, quedé colgado sin opción a trepar: las piernas bamboleando en busca de apoyo. Me dejé caer y nos quedamos un rato sentados, apoyados contra el tronco.
Mi padre era un hombre cerrado, quiero decir que tenía unas convicciones y una forma de vida que no alteraba. No permitía que le contradijeran. Cuando el otro insistía en llevarle la contraria y ya no le quedaban argumentos razonables quedaba momentáneamente bloqueado y se refugiaba en una idea fija, la que antes defendía, como único valor que ya podía aportar, como si su educación o creencia no le permitiera abandonar esa idea, o miedo a abandonar esa idea, como si su creencia, a pesar de tener puntos débiles, guardara en última instancia una idea vital que fuerzas extrañas le obligaban a mantener, contra viento y marea, más allá de lo razonable.
A pesar de todo, el sol seguía su curso, mi padre se arremangó las mangas de su camisa blanca y nos levantamos sin saber muy bien a dónde ir, qué hacer. Me miró desde su altura y puso su brazo sobre mi hombro. Regresamos.
Al acercarnos a la venta dos perros peleaban. El vencido ofreció su cuello al vencedor y éste, dándose por satisfecho, le perdonó la vida.
En las Colinas Negras debía ser mediodía. Desplegué el mapa mundi y clavé una chincheta que ocupaba casi medio estado de Dakota del Sur. Mi padre se había quedado en la venta de los perros y yo regresé a casa sin prisas, rozando un palo por las paredes granuladas y las empalizadas de algunos jardines. Zunnnnnnnnn. Ta-ca-ta-ca-ta-ca-ta. Zunnnnnnnnnnn. Ta-ca-ta-ca-ta-ca-ta.

29
He llegado a un puente. Oigo el rumor del agua, el canto de una lechuza nívea. Debe ser primavera. Estoy en un extremo del puente y tengo que cruzarlo. Me apoyo en la barandilla. La lechuza debe ser ese animal fabuloso, ave multicolor con rostro y busto de mujer, transportadora de almas. Está al otro lado del río. El cielo es negro y pesado, noto su presión, como si el universo, que es plano, quisiera precipitarse y converger en un punto, sobre mi cabeza. El río fluye, sólo veo un trozo de él. Sé que tiene un nacimiento confuso y que acaba diluyéndose, no muriendo en el mar. Este debe ser el río del que me hablaba el profesor, con sus orillas repletas de ramas y cantos que la corriente ya no arrastra, con sus saltos y rápidos, con sus remansos.
Bajo hasta la orilla y limpio la herida. Ahora la sangre está seca. He subido el pantalón hasta la rodilla. Al saltar por la ventana caí sobre un adorno metálico del parterre que se incrustó en mi pantorrilla. No sentí dolor en ese momento, quizá por la excitación que produce la huida, pero en la primera parada que hice noté una fuerte punzada y al observar la zona dañada ésta estaba hinchada y amoratada.
Abandoné el hospital a esa hora en que aún no es de noche y ya no es día. El momento de mayor confusión entre los seres humanos, apenas unos minutos en los que la indecisión se adueña de los cuerpos y la cautela se esfuerza por ser eficaz. El amante se vuelve atrevido y se pierde para siempre; el moribundo se rinde en ese momento pero la inercia de la vida se apaga al amanecer.
Oigo un graznido estridente y lúgubre. La lechuza ha cruzado el río. Ha sobrevolado el puente como un fantasma de plata y se ha perdido entre las ramas.Quizá somos nosotros, por algún deseo oculto, los que conformamos nuestro futuro. Quizás he ido provocando mi locura a lo largo de mi vida con la idea de tener ahora este espacio, el manicomio, y este tiempo, prematura vejez, sin objeto reconocible. Quizá se da en mí la serie inacabable de antítesis: la imposibilidad de estar loco como de no estarlo.
Regresé al manicomio. Cuando trepé hasta la ventana de mi habitación, amanecía.
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Yo he llevado siempre a otro dentro de mí. No puedo decir que ha sido, o es, una carga pesada. La mayor parte del tiempo casi no he notado su presencia, siempre ha sido discreto. Sin embargo sí me ha producido angustia porque nunca he podido predecir el alcance de su juicio, en qué momento me iba a abandonar, o no consultar o corregir mi conducta. Yo creo que ese otro ha sido educado en la moderación y desde muy pequeño ha tenido la obligación de protegerme, no ha rehuido esta disciplina, pero en realidad creo que esa vocación de protección no ha llegado a poder realizarla teniendo como objetivo un sujeto de mis características.
El día que enterramos a mi madre llovía. Por la calle desierta bajaba una lámina de agua fangosa que tenía su principio en una gran explanada, ya casi en las afueras, en la que habían instalado un circo. Lo estaban desmontando. Cinco enanos habían terminado de cavar un hoyo no muy profundo, junto a un caballo muerto. Debía ser el jefe el que gritaba látigo en mano, enfundado en un impermeable negro que sólo dejaba ver su cara redonda cortada por un mostacho.
El nicho destinado a mi madre estaba en una tercera fila de una pared repleta de lápidas. El hueco estaba abierto y las escaleras preparadas, una a cada lado, cuando llegamos. Las gotas de lluvia resbalaban sobre el barniz del ataúd mientras lo subían. Nosotros, bajo los paraguas, mirábamos en silencio, hasta que sellaron el hueco y pusieron su nombre y una fecha en el cemento fresco.
A la vuelta, la lluvia era más intensa. El martilleo del agua golpeaba el montículo y en pocos segundos el cuerpo del caballo quedó al descubierto, la tierra resbalaba sobre sus costillas, las encías y los ojos parecían querer salirse de la cabeza que tenía una expresión trágica y eterna, mientras la caravana del circo se alejaba balanceándose, salvando las irregularidades del camino.
El otro había desaparecido, así que de esa tarde sólo puedo recuperar imágenes y no sentimientos. Ya en casa, en la cama, no podía conciliar el sueño, quizás esperando su regreso, con los ojos abiertos atravesando la oscuridad, hasta posarse la mirada en los resquicios de claridad imaginados.
Él tiene los pies más grandes que yo, los zapatos que me pongo a él le hacen daño.
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Todo el personal del hospital corre detrás del doctor hacia la habitación del científico. Una enfermera dio la voz de alarma. A primera hora de la mañana lo encontró tirado en el suelo, en un charco de sangre. Me sacó de mi lectura un grito de horror proveniente de la habitación contigua que siempre ha estado ocupada por un silencioso, casi inexistente, científico. Abrí la puerta y vi desaparecer a la enfermera por el corredor, llamando a gritos al doctor. Entré en la habitación del accidentado, o muerto, y cogí un cuaderno de notas. Cuando salgo recibo un empujón del doctor que se precipita al interior para ver lo ocurrido, seguido de enfermeras y celadores.
El científico ha dejado escrito en su cuaderno:
He preparado un brebaje fabricado a base de zumos naturales al que he añadido algunas gotas de colorante alimentario y unas gotas de tinta china. Me he sentado ante el vaso transparente a observar las distintas idas y venidas de los colores en el zumo. Primero bajan cadenciosamente y volviéndose sobre sí mismos estos trazos coloristas van paulatinamente ocupando todo el espacio volumétrico del vaso. Lo he tragado lentamente. Me imagino que dentro de mí sigue el proceso de la mezcla, coloreándose mi aparato digestivo al paso del líquido, llegando a mis riñones y decorando mi vejiga urinaria de alegres trazos.
Pasada una hora me he acercado al orinal y he miccionado. La orina es amarilla y me pregunto dónde habrán quedado depositados los colores. Mi primera idea es que el color se pierde nada más llegar a la boca, confundiéndose con el paladar o siendo absorbido por la lengua o quizá queda en las encías o en los dientes. Me dispongo a buscarlos.
He extraído un canino inferior derecho. Su coloración es la normal, blanco amarillento, con cinco o seis tonos de color inferior a la orina, y la raíz algo más oscura pero sin síntomas de coloración por lo que he decidido machacarlo. El interior del diente está salpicado de manchas de pequeño diámetro de color marrón, pero no he ingerido este color.
Desilusión: el color no se esconde en los dientes.
Corte de un pequeño trozo de encía en el que no descubro nada. El rojo que ha inundado mi boca y mis manos es rojo sangre, propio del cuerpo y no rojo carmesí que ha sido el utilizado en el experimento.
Con el paladar ha sucedido lo mismo, aunque he encontrado trazas de verde malaquita pero en tan pequeñas cantidades que no estimo relevante el hallazgo.Conclusión: si no encuentro el color al principio del recorrido que debe seguir el zumo, puede que esté depositado al final.
Preparo un bisturí de hoja oval, un rollo de algodón hidrófilo y un poco de anestésico para el dolor de muelas, y me secciono el pene. Lo deposito sobre la mesa y lo abro en canal. ¡Encuentro parte del azul de metileno instalado en los cuerpos cavernosos, bajo el glande! Nada de rojo carmesí, ni de verde malaquita, ni de negro azulado de la tinta china. Lo desmenuzo y escudriño por los intersticios de la carne. Utilizo el microscopio: nada. ¿Dónde se esconden los colores?
Los riñones son los depuradores de residuos del organismo, son la planta extractora de sustancias no aprovechables.
Hago preparativos para una biopsia renal casera: aguja de hacer punto desinfectada con alcohol.
Inyección a la altura de la segunda vértebra lumbar de un poco de anestésico. Cuando empieza a hacer efecto me lacero el riñón con la aguja a la que he construido un pequeño receptáculo para recoger la muestra. No ha sido tan doloroso como pensaba. He extraído suavemente el aparato y tomo el trocito de riñón para observarlo, de forma tan precipitada que se me cayó sobre una bandeja de colorantes.
Segundo intento. Aun bajo los efectos anestésicos, cojo el bisturí y hago una escisión longitudinal. Observo la belleza de un riñón en movimiento, con sus venitas, su brillo de jade. Agrando la raja e introduzco la mano, lo saco con mucho cuidado. Después de limpiarlo en el fregadero lo inspecciono concienzudamente, tanto por fuera como por dentro. Sólo conductos, sólo un cuerpo frío visceral de color marrón. ¿No será la mezcla de todos los colores? ¿Los habrá reducido el ácido estomacal a simples caricaturas de color?
Me tumbo sobre la mesa e introduzco una sonda nasogástrica por mi nariz. En el extremo que introduzco he colocado una pequeña hoja de bisturí para poder viviseccionar el estómago. Llego hasta él, giro la sonda hasta la aparición de sangre y pérdida de ácidos del estómago.
Introduzco por el ombligo un tubito de plástico rígido con un pequeño artilugio luminiscente y una pequeña lente. Siento, esta vez, un dolor sobrehumano pero resisto. Cuando estoy a punto de desmayarme observo cómo de la pared frontal chorrea un líquido verde malaquita. Pérdida de conocimiento. Desmayo.
Conclusión: los colores permanecen unidos químicamente a los líquidos digestivos y pasan su existencia coloreando las paredes carnosas de nuestros estómagos.En la punta del artilugio, con el que pude observar el color evolucionando dentro de mí, había una mancha verdosa. Olor agrio. Su sabor no era el de verde malaquita sino el de mi propia bilis. Nueva equivocación.
Extracción del ojo izquierdo. Anestesio localmente con las últimas gotas que me quedan procurando no punzar el globo ocular y así destruirlo. Corto lentamente con el bisturí, habiéndole colocado una afilada hoja semiconvexa, la intersección del párpado inferior con el superior. Separo éste con una erina de cadena e introduzco unas tijeras de heladero, mango naranja, por entre la concavidad y el ojo. Corto y extraigo.Observo el interior de éste y veo todos los colores: el rojo carmesí, verde malaquita, azul de metileno, el violeta de genciana, el negro azulado de la tinta china.Han estado aquí durante todo este tiempo. Escondidos en mi mirada y yo sin saberlo.Confesión: el material utilizado para mi experimento lo he ido sustrayendo de la enfermería o de la cocina del centro. Pido disculpas por si estos pequeños robos han causado algún contratiempo.

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La clase estaba llena de rinocerontes. Yo le decía al maestro, señalando debajo de mi pupitre, mire aquí hay uno, pero no lo veía. No veo ningún rinoceronte querido amigo. Pero si está aquí, yo insistía. Los demás niños formaban una media luna alargando las cabezas para mirar el hueco del pupitre. El maestro daba unos golpes con su palmeta en el frontal del pupitre y mandaba a los niños a callar. ¡Venga, cada uno a su sitio! Y usted, olvídese de esos rinocerontes si no tendré que tomar medidas.
Sabido es que el tiempo se paraliza en ciertas regiones del universo y que esa paralización se desplaza arbitrariamente de una zona a otra, contradiciéndose a sí misma porque con su movimiento crea el tiempo.
Pues, los momentos que seguían a mi intento de compartir la existencia de rinocerontes en la clase, todo se paralizaba: el paso del maestro quedaba interrumpido en su camino de vuelta hacia su mesa, los niños quedaban con sus risas congeladas y la cortina, que antes se movía con la brisa, quieta.
Entonces yo jugaba con los rinocerontes una eternidad que es el tiempo que tarda el tiempo en desplazarse a otra zona.

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Nota del cuaderno del científico:
A principios del siglo XX, el antropólogo Galsworthy halló un maxilar en Nueva Guinea y dedujo que era de un Homo Sapiens. Encontró indicios más que suficientes de que el propietario de aquel maxilar había sufrido dolor de muelas; sin dar más explicaciones afirmaba que por esta razón se trataba de un Homo Sapiens. Este detalle quedó enterrado en el más profundo de los olvidos, hasta que después de la Segunda Guerra Mundial otro antropólogo, Adrian Cherrell, se tomó en serio las afirmaciones de su colega e investigó en ese sentido. Hoy en día está totalmente comprobada la relación entre dolor de muelas e inteligencia. Dicen los sabios actuales que la intensidad del dolor de muelas es directamente proporcional al coeficiente de inteligencia del individuo. Sofisticados aparatos que miden la intensidad del dolor y fiables tests de inteligencia se aúnan para dar coherencia a aquella verdad intuida.
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Mañana de un domingo soleado. Paseo. He llegado hasta el lago. Son un alivio estos paseos dominicales. Corre una brisa suave. Veo dos conos unidos por su base. El de arriba es real, el de abajo una ilusión acuática: un cono navega por el apacible lago sin poder deshacerse de su reflejo, hasta que la brisa eriza la superficie y el cono inferior se deforma, por momentos se hace irreconocible entre los pliegues del agua. Espero a que la brisa ceda, mientras el cono real se agita y gira desordenadamente sobre sí mismo, se balancea al antojo de la ridícula marejada, pero está muy lejos de sucumbir, eso sí, indefenso se deja llevar hasta que recobra su compostura de placidez casi estática: la brisa ha cesado y el cono inferior, primero se ha insinuado en un garabato tímido para después, decidido, recomponer sus dos aristas que hunden su vértice en la oscuridad del lago.
Aunque es verano, llevo mi paraguas, en el que me apoyo levemente. Enciendo mi pequeña linterna, que siempre llevo conmigo. Apunto con ella al sol.
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Ha llegado un nuevo paciente. Es un hombre delgado y viejo, vestido con chaqueta y unos pantalones raídos. Parece un vagabundo que ha sido recogido de la calle para ser salvado del frío. Pero nada de esto importa cuando miras su cara, que está llena de inteligencia. Se apoya en el brazo del doctor. Juntos caminan hacia mi banco y lo sienta a mi lado. Él dice que es profesor de filosofía.
¿Sabe usted lo que pasa en la calle?, me pregunta sin esperar contestación, sin un saludo previo, pero con un tono educado y reflexivo.
Los hombres se enfrentan cada día a la civilización. ¿Sabe usted lo que es la civilización? Sobre todo objetos. Así que ahí afuera lo que hay son hombres frente a objetos. Ya ve usted que ya no soy joven, pero todavía quedan muchas cosas por hacer y esas cosas las tienen que hacer los hombres. Pero esos hombres están tristes, descontentos y no tienen más remedio que agarrarse a las ilusiones. Supongamos que el psicoanálisis freudiano es un fraude. Que ese fraude se ha instaurado en el individuo, en la sociedad, y ya se ha convertido en realidad: los hombres ahora poseen una estructura psicoanalítica de la que antes carecía. Eso es una ilusión. ¿Sabe usted lo que es una ilusión? Esperanza sin razón. El mundo está lleno de ilusiones, esta no es más que una de ellas. Podría hablarle de Newton y su manzana. ¿Usted cree que los hombres, antes de Newton, revoloteaban como los astronautas en la luna? Puede que alguno levitara de vez en cuando, pero los demás estaban amarrados a la tierra sin necesidad de ninguna ley. El descubrimiento nos devuelve siempre a la ilusión. Ahora el hombre, gracias al conocimiento, no es más que un átomo insignificante dentro del universo, esta es su última ilusión, la siguiente será su desaparición.
Ve usted a dónde quiero llegar...
Sin embargo soy optimista, algo deja su aliento en el cogote de la humanidad. Ha dicho el profesor.
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Hay que ser muy vanidoso o muy ingenuo para camuflar los propios gustos. ¿Por qué no manifestarlos abiertamente? Puede ser por un profundo sentido del deber, por la necesidad de congraciarse con los que te rodean, que te exigen ser un hombre de provecho.
Si ese gusto hacia algo es un impulso y ese impulso un capricho para el que no se tiene talento, y no es honesto decantarse hacia algo para lo que no se sirve, entonces uno duda y calla. Quizá no sea ni vanidad ni ingenuidad, sino honestidad, tal vez honestidad vanidosa o ingenua, en todo caso enfermiza.
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Mientras pelaba patatas en la cocina, ha llegado el cocinero. Cosa extraña porque suele hacerlo más tarde, siempre después de las once. Miro el reloj de la cocina por si se me ha ido el santo al cielo, pero marca las diez y cuarto. Tengo la tarea casi terminada: a mi izquierda un cubilete con agua en el que voy echando las peladas, ya casi lleno; en el centro, entre mis pies, las cáscaras que caen sobre papel de periódico y a la derecha las patatas sin pelar, de las que ya sólo quedan cuatro o cinco piezas. Pese a que tengo la mano manchada, el cocinero me tiende la suya para saludarme. Le indico la suciedad pero él insiste. Suelto el cuchillo en mi regazo y extiendo el brazo. Él aprieta mi mano flácida, durante un tiempo exagerado y la sacude, a mi parecer, más allá de lo correcto, de manera que hace temblar todo mi cuerpo y el cuchillo resbala y cae en el montón de cáscaras. Suelta la mano y recoge el cuchillo que me entrega por el mango.
Si de los seres humanos hay que desconfiar en general, el cocinero es de esas personas que con su sola presencia ya causa desconfianza. Ya llevo un mes en el hospital y esta es la segunda vez que lo veo. La primera vez convinimos que podría echarle una mano en la cocina. Yo argumenté que quería ser útil en la medida que fuera posible, pero él no encontraba una tarea para mí, así que fui yo quien dijo, después de un largo silencio, que me gustaría pelar patatas y a él le pareció bien. Acordamos una cantidad diaria y eso hago desde entonces. Cada mañana, después del desayuno, voy al almacén y recojo la medida establecida. Tengo el tiempo suficiente para hacer el trabajo antes de que llegue él, así lo evito.
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Mi abuelo me contó algo que alguien le contó y que ahora yo cuento.
El padre de mi abuelo, es decir, mi bisabuelo, era muy aficionado a la lectura, sobre todo Dostoyevski. Se encerraba en la biblioteca y pasaba casi todo el día leyendo. En la temporada de caza el padre de éste, es decir, mi tatarabuelo, organizaba frecuentes batidas y los disparos resonaban en la biblioteca impidiéndole concentrarse en la lectura. Cerraba las ventanas y contraventanas para no oír esos disparos y leía sin cesar a Dostoyevski. Así varias temporadas, aguantando esos sonidos infernales mientras se aferraba a su lectura, interrumpida una y otra vez.
Un día, a las cinco de la mañana, cogió la escopeta de caza que utilizaba su padre para matar ciervos, su escopeta preferida, la que le acompañaba a todas sus cacerías, subió a la habitación de sus padres apoyando los pies descalzos en cada peldaño, con sigilo, su mano derecha en el pasamanos de madera de la escalera y en la otra la escopeta cargada, ataviado solamente con el pantalón del pijama, el torso desnudo, y despeinado. Amanecía y la luz que se filtraba por los ventanales le permitía ver sin dificultad el camino hacia la habitación. Cuando llegó a la puerta giró el pomo y ésta se abrió, dócilmente. Se acercó a la cama en la que dormían. Apuntó primero a la cabeza del padre y disparó: le voló los sesos porque fue disparo certero. Sin mediar tiempo de contemplación apuntó a la madre, también a la cabeza: antes de disparar vio sus ojos de cierva sorprendida. Quizá no le dio tiempo a sentir terror, quizá cuando empezaba el miedo terminaba su vida.
Quedaron inmóviles, con las cabezas esparcidas sobre sus almohadas. Él también quedó quieto, unos segundos, hasta que oyó el murmullo de los criados que se acercaban a la habitación. Se ocultó detrás de las grandes cortinas carmesí, en posición firme y sosteniendo la escopeta paralela a su pierna con el cañón apuntando al suelo. Oyó el primer grito de espanto de alguien que ya estaba dentro de la habitación. Salió por la ventana abierta, quedó apoyado en el saliente decorativo del edificio. Fueron cuatro movimientos leves los que necesitó para dar con sus pies en el jardín: había volado desde el pretil hasta el techo del guadarnés, de allí un salto hasta el tocón de la puerta de entrada, el siguiente movimiento lo dejó en la puerta del establo. Su caballo, que aún estaba tumbado, aunque despierto, al verlo se alzó sobre sus patas, sacudió la cabeza y le sonrió como había hecho siempre. Tuvo la calma y el rigor necesarios para ponerle la montura, apretar la cincha con eficacia y quitarle algunas briznas de paja de la grupa y de la cola. Tomó de nuevo la escopeta cuando montó y salió del establo al paso, rematando la tarea de limpieza de su caballo: le paso las crines a un lado y le acarició el cuello con suavidad. Desapareció al galope entre los primeros árboles del bosque, sabiendo que no había huido al completo, que su otra mitad aún estaba tras la cortina. Por eso, antes de ser tragado por el bosque, se detuvo para esperar a su parte inocente.
Mientras tanto los criados gritaban sin saber qué hacer. Uno de ellos se acercó a la ventana y descorrió las cortinas dejando al descubierto al asesino, con el torso desnudo y la escopeta de caza apuntando al suelo. Un temblor imperceptible hizo que la escopeta se le fuera de la mano, se agarró a la cortina ante la debilidad de sus piernas y estuvo a punto de caer pero el criado lo sostuvo, con la deferencia todavía que se tiene hacia el amo.
A mi padre, dice mi abuelo, lo metieron en la cárcel, y al poco tiempo lo trasladaron a un manicomio en el que permaneció hasta su muerte, leyendo a Dostoyevski. Yo tenía entonces sólo unos pocos meses de vida. Muchos años después, siendo un chaval de tu edad, no más de quince años, en un día como tantos otros en los que me internaba en el bosque con mi escopeta al hombro, encontré al hombre que me contó lo que te acabo de relatar, que según él sólo era la mitad de la historia.
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Una vez a la semana viene un psiquiatra y hace preguntas, por separado, a cinco locos. Utiliza el despacho del doctor y allí nos recibe uno tras otro. Anota lo que decimos, no todo. Nos ha dicho el doctor que está haciendo un estudio, pero que a la vez puede ayudarnos contar nuestras experiencias, sacar a la luz nuestro pasado, que colaboremos con él porque sus conclusiones pueden ayudar al desarrollo de futuros tratamientos a pacientes de nuestras características.
El psiquiatra está sentado a la mesa del doctor, cuando entro se levanta y me ofrece la mano a modo de saludo: está helada y blanca pero presiona con firmeza. Tiene el pelo lacio, amarillo que tiende al verde, y grasiento; la frente le brilla como si estuviera untada de aceite. Fuerza un poco su sonrisa y me invita a sentarme.
Ayer estuvo mi hermana aquí, le digo, pero esta vez no me ha traído chocolate. Los africanos han subido el precio del cacao, me dijo ella, y ahora una barra de chocolate está por las nubes. Sin embargo me ha traído cuatro cajetillas de cigarrillos que no necesito porque cada vez fumo menos.
El psiquiatra se acomoda en el asiento y ordena unas cuartillas que tiene sobre la mesa. Lleva puesta una bata blanca y a la altura del corazón ésta tiene un bolsillo que está pintado de tinta azul de no acertar a introducir su bolígrafo en él. A su espalda hay una ventana, desde la que puedo ver lo que llaman el pabellón, donde están los desahuciados: cuatro o cinco locos extremos, quiero decir que son poco menos que despojos humanos. Nunca salen del pabellón, si no es que estén muertos. Ahora, que está atardeciendo, los rayos de sol que traspasan los árboles caen sobre el tejado, y la fachada principal, en la que está la puerta de entrada, tiene un color celeste sucio que lo hace parecer deshabitado. También parece estar más cerca de lo que está en realidad, quizá es un efecto causado por los cristales de la ventana, así como la línea recta que debe formar el alero a lo largo de toda la fachada aparece irregular, quizá por una leve deformación cóncava del cristal derecho. Sobre las tejas han crecido pequeños matojos que ahora sólo se ven como sombras o manchas. Los desahuciados gritan a veces, pero siempre de noche y entonces es cuando nos damos cuenta de que existe el pabellón. Los locos violentos del otro ala del hospital responden también con gritos y frases difíciles de entender en las sospecho que va implícito el temor de que ellos puedan acabar en ese mismo pabellón del que sólo los libra la muerte. El intercambio de gritos puede durar varias horas, nunca más allá de los prolegómenos del amanecer, y si al principio son exasperados y angustiosos, que se solapan o forman dúos de distintas tonalidades, poco a poco entran en un juego musical o en un diálogo con silencios cada vez más espaciados hasta que agotados o faltos de inspiración callan.
El hospital queda en un estado de reposo, en una serena decisión de no influir ahora en la conducta de los cuerpos que alberga.
Si en esos momentos el hospital fuese empujado por una fuerza, su movimiento sería eterno. Ningún rozamiento del exterior lo impediría. El silencio es tan grande que parece que el hospital se haya en el vacío.
De todo esto he hablado al psiquiatra, pero no me ha ayudado, como me decía el doctor. Todo lo contrario. Una pequeña angustia en el estómago y mi mente al borde del bloqueo, hasta el punto de tener mis cien números preparados para ser contados hacia atrás.
40
Oigo los latidos de mi corazón. Todo lo demás es silencio. Estoy junto a la ventana de mi habitación y puedo ver el exterior. Es medianoche. El sonido de un motor se oye a lo lejos. Se acerca. Ya está en la entrada del Hospital. El motor se para y se oyen unos pasos y unas voces. Debe ser un nuevo paciente. Deben estar en la escalinata: la enfermera y el doctor sostienen al loco cada uno por un brazo. El motor se pone en marcha y el vehículo se aleja. De nuevo todo es silencio. Sensación de aislamiento, de que aquí, a diferencia de fuera, no nos necesitamos tanto los unos a los otros: pueden pasar días sin que nos dirijamos la palabra y si lo hacemos, en muchas ocasiones son prescindibles: hablamos del tiempo o de la comida, con frases cortas; no siempre que veo al doctor hablo, él no insiste y se va. Cada uno tiene sus pequeñas tareas a las que se entrega sin presión, sólo por hacer pasar el tiempo, sin un fin colectivo.
No digas nunca “esto es un piano”. Esto puede llevarte a darle la espalda a Dios y a caer del lado de la ciencia. Di siempre “sé que esto es un piano”. Cuando mi abuelo me preguntó si quería el piano yo dije sí. Lo transportaron desde la casa de mi abuelo hasta nuestra casa. Era un piano Bossendorfer que no cabía por ninguna de las puertas de nuestra casa. Hubo que abrir un agujero en la fachada trasera para poder hacerlo llegar hasta el salón. Mi madre, entusiasmada, ya había remodelado toda la habitación para hacerle un sitio y allí lo colocaron, cerca de la pared derribada. Se apresuró a desenvolverlo y levantar la tapa. Me hizo que le trajera una silla y, apartando algunos cascotes, se dispuso a tocar, pero las primeras notas le hicieron desistir porque el piano estaba desafinado. Mientras tanto los albañiles esperaban dispuestos a tapar el hueco, como estaba previsto.
Esperaba que mi madre me enseñara a tocar el piano, ese mismo piano que ella tocaba en casa de sus padres cuando pasábamos allí algunas semanas de verano. Sólo se oía el piano, en la noche cálida. Sensación de aislamiento subrayado por las notas musicales. Pero mis manos son feas, heredadas de mi abuelo (la genética saltó por encima de mi madre). Las uñas son grandes y los nudillos anchos, con lo que miradas sin mucha atención parecen los dedos de un cadáver en ciernes de esqueleto. El dorso es ancho y fuerte con una piel tersa y seca. La fealdad se acrecienta al acercarse a una muñeca delgada y huesuda y así la mano parece un desenlace fatal del antebrazo. Son, a simple vista, unas manos no aptas para tocar el piano.
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Está usted equivocado, me dice el profesor. No sé a qué se refiere porque no he abierto la boca. Hemos estado sentados en nuestro banco callados durante un buen rato, mirando los dos hacia el frente, como de costumbre, viendo el ir y venir de un extremo a otro del patio a un compañero que medita, o eso parece, mientras pasea con las manos cruzadas a la espalda, que a su vez es observado por un celador que también pasea por el corredor del primer piso.
El profesor está a mi izquierda y de reojo veo la parte más pequeña de su cabeza. Él no tiene la cabeza regular, su parte izquierda está levemente hinchada y en esa zona su cabello es menos espeso. La pequeña deformación ha afectado también a la cara, su ojo izquierdo está siempre más abierto que el derecho y las arrugas de su frente tienden a subir y a abrirse de derecha a izquierda. Todo este esfuerzo del hemisferio izquierdo por expandirse ha provocado que la comisura izquierda de su boca haya ganado apenas unos milímetros en altura, suficientes para poder decir que la boca del profesor está inclinada. Creo que ahí debe estar la causa de su extraña dicción.
Se acercan los días de Navidad. El personal del Hospital ha decorado un poco el patio. El profesor ha roto su silencio para contarme un cuento navideño.Trata de los Reyes Magos que se dirigen a Belén cada uno con su regalo, en riguroso orden tradicional, esto es: Melchor, Gaspar y Baltasar.
Al pasar cerca de un pequeño lago deciden hacer un alto en el camino para refrescarse. El primero en llegar a la orilla es Baltasar que se arrodilla e introduce las manos en el agua. Los otros dos llegan para ver que las manos de Baltasar han desaparecido, que el agua del lago se ha quedado con ellas y Baltasar exhibe dos muñones perfectamente contorneados y alzados hacia la mirada de sus compañeros de viaje. Pasado el momento de desconcierto, se disponen a seguir su camino, queriendo ver en aquello un extraño mensaje divino o una prueba de fe. Melchor y Gaspar ayudan a Baltasar a subir a su camello y aplican las riendas de manera que el desdichado pueda controlar la conducción de su bestia. Baltasar cambia su puesto con Gaspar, como sugiere Melchor, para, en caso de caída, ser visto.
Los tres reyes siguen su camino, la mirada puesta en la estrella indicadora. Anochece y deciden acampar. Gaspar es el primero en saltar de su camello pero la tierra se traga sus pies; Melchor se lleva las manos a la cabeza y dice, ¡a vuelto a ocurrir!, cuando ve al rey Gaspar patas arriba, y desaparecidas sus terminaciones. Lo ayuda a levantarse y quiere mantenerlo en pie pero es inútil: Gaspar pierde la verticalidad. Mientras tanto Baltasar se ha deshecho de las ataduras y salta de su camello. Ahora Melchor los acomoda y se dispone a encender un fuego junto al que pasarán la noche. El chisporrotear sirve de acompañamiento a la conversación que mantienen los tres reyes, buscando explicación a lo ocurrido. Cuando las llamas decaen, Melchor aviva la candela pero dos lenguas de fuego se precipitan hasta sus ojos y se adueñan de sus globos oculares, dejándole dos limpias cuevas en un rostro casi petrificado por la sorpresa.
A la mañana siguiente se disponen a seguir su camino, con los inconvenientes propios que produce la pérdida de órganos tan vitales para el desarrollo normal del cuento para el que en principio estaban destinados. Melchor debe ocupar el último lugar, dice Baltasar, yo iré delante.
Tras varios días de camino llegan a Belén. Los pastores de las cercanías les dan la bienvenida y gritan su llegada para que todos se enteren. Pero este recibimiento caluroso y alegre da paso a una inquietud y desasosiego que se extiende a todos a medida que los reyes avanzan. Nadie sabe por qué ocurre esto. El profesor dice que es debido al orden en que se produce la llegada de los tres Reyes Magos, rompiendo la tradición y haciendo añicos el protocolo de la historia y el propio devenir que fue pensado para que este relato fuese contado como todos lo conocemos.
Entre murmullos llegan al portal de Belén, son ayudados a bajar con reticencia, corre la duda de si son los verdaderos Reyes Magos, y conducidos hasta el pesebre. Se arrodillan y ofrecen sus cofres al niño Jesús: Baltasar levanta la tapa trabajosamente y sobre la mirra están sus manos; Gaspar sospecha que sus pies deben estar en el cofre, lo abre y así es; Melchor, ciego, no se percata del milagro hasta que su cofre abierto muestra a todos los presentes sus globos oculares, por los que él ya puede ver.
Ahora lo entiendo. Tiene usted razón. Estoy equivocado. Sólo un milagro puede salvarnos, le digo al profesor.
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Mi salida del manicomio está prevista para la próxima semana. Este plazo, esta previsión ya ha alterado mi estado, llamémosle, de tranquilidad. La perspectiva de modificar el rito de costumbres y adecuar mis sentidos a otro entorno se me presenta como una tarea que requiere un esfuerzo que por un lado creo innecesario y por otro se me presenta imposible de realizar.
Mi hermana y el doctor han hablado. El doctor ha hablado conmigo. Parece que mi estado de cordura se prolonga ya demasiado en el tiempo, cada vez las recaídas son más espaciadas y cuando ocurren son leves. La medicación fue interrumpida casi en su totalidad hace un mes. Al poco de entrar en el hospital pedí al doctor un diagnóstico sobre mi estado psíquico y éste ha estado esquivando dar una contestación a mi pregunta. Yo he dicho al doctor que he llegado a este estado de cordura gracias a la reclusión y el tiempo y que la recaída es inevitable si me faltan estas condiciones. No insisto porque no tengo argumentos para rebatir la opinión de un profesional, le digo. Pero, por último, le hago saber que deseo permanecer en el hospital y que no sé por qué, que atisbo algunas razones pero que para llegar a ellas necesitaría un sistema de indagación del que carezco. El doctor prolonga su silencio creando un espacio de tiempo en el que parece que una cuerda se tensa.
Dice el doctor que él renuncia a cualquier tipo de indagación sobre nuestro pasado. Que el hombre es como el mundo, un caos, y que nuestro conocimiento está en un constante error o en un estado de ilusión.
Hace un alto en su discurso al ver mi perplejidad.
(Perplejidad: irresolución, duda o confusión de lo que se debe hacer en alguna cosa).
Duda si debe seguir hablando, lo que quiere decir que se arrepiente de lo dicho y ahora compartimos la perplejidad. Sin embargo se siente obligado a dar una explicación. Me ruega que me baje del guardarropas, en el que estoy subido: como el espacio que queda hasta el techo no supera el metro y medio de altura, estoy en cuclillas, a modo de un pájaro hinchado por alguna enfermedad. Bajo con dificultad, apoyándome en la silla que preparé para subir. El doctor me ha ayudado. Cuando ve que nuestros ojos están a la misma altura da media vuelta y sale de mi habitación.
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Mi hermana ha muerto hoy, o quizás fue ayer, no lo sé. Deshago la maleta preparada para mi marcha del hospital. Probablemente es primavera, aunque no es lo que ocurre en nuestras cabezas lo que cambia el estado de las cosas. Mi hermana ha muerto sin haber buscado nunca nada, ni siquiera la muerte que la ha encontrado a ella.Desde muy joven mi hermana tuvo problemas digestivos. Ella, cuando tenía hambre, decía esa frase tan conocida: tengo cangrejos en el estómago. Pero luego, a la hora de comer, con los primeros bocados ya decía estar harta y mi padre, las pocas veces que se sentaba a la mesa con nosotros, la obligaba a comérselo todo. Ella cruzaba los brazos, agachaba la cabeza y se dejaba caer sobre el respaldo de la silla: empezaba así una corta pero intensa resistencia. La paciencia de mi padre tenía un límite prefijado, pero nunca supimos hasta dónde podría haber llegado la tozudez de mi hermana si ese tiempo de espera que le era concedido hubiera rebasado la llegada del postre. A esa altura de la comida mi hermana seguía en la misma posición, tanto física como mental, en punto muerto ambas. Entonces mi padre, antes de pelar la fruta elegida, se levantaba y la cogía del brazo, la zarandeaba lo suficiente para despeinarla y la mandaba subir a su cuarto. Ella obedecía en silencio y aunque descruzaba los brazos se mantenía cabizbaja y se dirigía despacio hacia la escalera que sus dos piernas flacas subían con el aplomo de la victoria.
No, no es cierto. Subía la escalera haciéndose la víctima. Así lo confirmaban sus brazos caídos.
La casa quedará ahora sola. Padres y hermana muertos.
Así es como las cosas son.
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En la entrada a la biblioteca hay un globo terráqueo dividido en meridianos y paralelos. A poco que la roces con el dedo la bola gira sobre su eje sin ruido, lo que sorprende pues el armazón de madera labrada de color casi negro parece débil, y durante mucho tiempo, de un más a menos irregular ya que el mundo va perdiendo velocidad de forma gradual hasta que de repente se para y con un rescoldo de inercia vuelve a dar media vuelta más, se acomoda y deja de moverse definitivamente. Uno piensa si el fin del mundo no será de esta manera: al desaparecer el movimiento cesará la ilusión de la gravedad, ya los cuerpos celestes no tendrán la necesidad de atraerse, el universo quedará quieto. ¿Y nosotros, caeremos/subiremos o nos quedaremos pegados a la Tierra? Si caemos, ¿hacia dónde? ¿Flotaremos eternamente en el espacio? Parécese que el hidrógeno que contiene el Sol acabará tarde o temprano convirtiéndose en helio, cuando esto ocurra aumentará de tamaño unas cuatrocientas veces lo que significa que los cuatro planetas más cercanos a él serán engullidos por la expansión. Otra visión del fin del mundo. Los niños y las mujeres primero, esa será la consigna al escapar de la quema.


La Línea. 2000